domenica 24 gennaio 2016

Racconti ospedalieri II - Historias de hospitales II - Mis vacaciones de verano en el Hospital de Torregalli (Florencia 2008) - Il mio soggiorno estivo all'Ospedale di Torregalli (Firenze 2008)

Ospedale San Giovanni di Dio, Torregalli


Hacía ya un poco de tiempo que cuando andaba en bicicleta por una subida me fatigaba mucho y mi corazón palpitaba más fuerte. Conociendo mi cuerpo, me doy cuenta que es una pequeña señal de que algo no está funcionando muy bien. No obstante esto, salí una mañana temprano en bicicleta, ya que éste es el mejor medio de transporte en esta ciudad y el único modo de no pagar los caros estacionamientos, para hacerme los análisis de sangre en los consultorios públicos. Sabía que pasaría un buen rato entre tantas otras personas que esperan su turno, algunos pacientemente en silencio, otros creando confusión y grandes polémicas por el “mal servicio” de las instituciones públicas.
De regreso a casa, después de la comida del medio día, suena el teléfono y preguntan por mí. Llaman del laboratorio del Hospital de Torregalli para sugerirme ver a mi doctor o ir a Urgencias, pues el resultado de los análisis no es muy bueno. O sea, mi hemocromo anda muy mal y se señala una fuerte anemia; no se explican cómo todavía no he caído desmayada. Siempre he sufrido de anemia pero nunca a estos niveles, así que decido ir al día siguiente a Urgencias. Antes que nada quiero dejar arregladas varias cosas en la casa (nosotras las mujeres tenemos la costumbre de dejar hecha al menos una salsa de tomate para la pasta en el refrigerador para la familia temiendo siempre que mueran de hambre).
Al día siguiente me presento temprano con una pequeña bolsa con un cambio de ropa y las cosas de higiene personal necesarias, sospechando que me pudieran internar para hacer verificaciones de mi situación. Entro en la sala y encuentro tres mujeres ancianas con graves problemas de salud, una joven embarazada con fuertes dolores en el abdomen y otra señora anciana, muy elegante, pero enferma de Alzheimer. El médico es un hombre pequeñito, entrecano, delgado; usa tenis rojos de tela, salta como un gnomo de una camilla a otra, escribe en la computadora las diagnosis, habla conmigo, da órdenes a la enfermera; es muy simpático y profesional.
Decide mi hospitalización para una eventual transfusión de sangre, pues el resultado del análisis de esta mañana es peor que el de la de ayer, así vengo transferida al cuarto piso, cuarto 32, con vista a las colinas florentinas con los árboles de olivos plateados y las viñas de uva doradas; ese será mi cuarto en esta vacación obligada. Hay seis camas, todas con huéspedes con alguna edad importante: ¡70, 80, 90 años!
Una vez instalada comienzo a conocer a mis compañeras de cuarto y, mientras, empiezan mis estudios médicos para conocer la causa de mi fuerte anemia.
Apenas entra uno en la recámara y a la derecha está Irma, un mujerón de 95 años; parece un gran fantasma blanco, como blanca también es su bata de noche bordada perfectamente con sus manos durante alguna edad más joven. Es ella la protagonista de nuestro cuarto; es muy fuerte y dice que su secreto para estar tan bien es ”tanta lectura y hacer crucigramas”; el equipo médico la llama cariñosamente La Marescialla (La Mariscal); su acento al hablar es típicamente “florentino toscano”, muy lleno de color y esto le dará más adelante algún problemita.
Hay también una mujer pequeñita que se llama Cleila, pero yo la llamo dentro de mí “Ciruela Pasa” porque está siempre con una aire de enojada y con su frente ceñuda y no va de acuerdo con Irma. Es pequeña pero tiene sus muñecas y tobillos muy gruesos, lo que hacen de ella una falsa flaca; tiene 82 años. La tercera cama está ocupada por una mujer de unos 76 años, rubia con bellísimos ojos azules; trae colgadas muchas joyas y se enoja mucho cuando tiene que quitarse todo su tesoro para ir a hacerse análisis, radiografías, etc. Está muy bronceada pues estaba en un lugar de mar cuando tuvo que interrumpir sus verdaderas vacaciones para hospitalizarse.
A mi lado la primera noche estaba una bella viejita con demencia senil. Pasaba todo el tiempo cosiendo, bordando imaginariamente con sus manos la sábana de su cama; había sido esa su profesión en su vida laboral y llamaba siempre como una dulce niña “mamá“ a su hija, quien la visitaba todos los días. Yéndose ella llegó una mujer bonachona con una erupción en las piernas debido a tantas medicinas que tomaba para la cura de la infinidad de enfermedades que sufre (diabetes, hipertensión, etc.); en cuatro días no comió nada y jamás se lamentó, como si tuviera miedo de las enfermeras. Y por último, a mi derecha está una mujer siciliana de 84 años, deprimida, enojada, triste. Sus fuertes cabellos están bien atados a su cabeza; solo han cambiado del color negro pasando al blanco canoso. Tiene sus piernas y brazos fuertes; se ve que ha trabajado olivastros en el campo. Tiene una familia numerosa que la viene a visitar todos los días, creando una gran confusión en el cuarto: se sientan en la cama de la enferma sin atención y apoyan bolsas y bolsones por todos lados; típicamente una familia del sur.
Las primeras dos noches fueron una pesadilla. No logré conciliar el sueño pues todas necesitaban algo o alguien; entre pedidos de bacinicas y cambios de pañales era un ir y venir de enfermeras. En cierto punto explotó un pleito entre Irma y una enfermera. Lo que desencadenó el infierno fue el modo que Irma usó para pedir una bacinica, gritando: “¡quiero  mear!”, a lo que la enfermera contestó en mal modo: “usted es una mala educada; ¡no se dice mear!”. Irma contestó en modo típicamente toscano: “a mí no me enseñas tú el florentino”.
Yo que siempre he defendido la categoría de las enfermeras, esta vez tengo que ponerme de la parte de Irma pues esa noche no eran profesionales: estaban siempre enojadas y hubo problemas más o menos con todas, y todavía temprano en la mañana, antes de la entrada del otro turno por ejemplo, a mí no me suministraron el suero con mi hierro cotidiano.
La tercera noche pasó algo muy extraño: Después de las 20:30 estábamos todas tranquilas, cada quien en su cama. Yo leía “La llave a estrella “ de Primo Levi y escuchaba un poco la conversación entre ellas. En cierto momento cierro mi libro y la noche se transforma en una de esas noches de cuando era joven, en las que junto a las amigas y con una copa de vino en las manos platicábamos de nuestras historias de amor, desilusiones y proyectos futuros.
De Irma sabíamos todo gracias a su exuberancia, pero lentamente las otras, una a la vez, empezaron a contar sus vidas: la rubia enjoyada comenzó a hablar de su difunto marido y de sus hijas; ella está esperando el resultado de una biopsia de un linfonodo, pero no está preocupada por sí misma sino por su hija de 40 años y por el yerno que vive con ella. “¿Saben?, yo les hago todo a ellos. ¡Quién sabe cómo se sentirán perdidos sin mí en estos días! A mi hija le gustan los ejotes cocidos, mientras a mi yerno en salsa de tomate, y yo los contento a los dos... Pobrecitos, ahora ¡cómo le harán!”.
Ciruela Pasa, descubro, tiene 15 días en el hospital y me sorprende, porque así como va platicando de su vida, su cara se relaja y se hace más dulce. Cuando habla del marido, también muerto, se conmueve y deja resbalar lágrimas silenciosas por su rostro. Pero también ella está preocupada por la hija, que es una comerciante y tiene horarios muy difíciles. En consecuencia ha sido siempre ella quien organiza las cosas en la casa: cocinar, lavar, planchar y cuidar el nieto, sobre todo durante las largas vacaciones del verano. Y se pregunta con ansia: “¿Cómo estarán haciéndole con el nieto de 10 años? ¿Lo tendrán que despertar temprano y llevárselo con ellos al negocio?”.
Es realmente sorprendente cómo estas viejas señoras italianas, a quienes les ha tocado la guerra y tantas miserias, están preocupadas por los hijos, todos adultos, ¡y para nada de sus problemas de salud!.
De pronto se despierta la siciliana y comienza a platicar en una manera muy funesta e intensa una serie de tragedias, entre enfermedades y muertes trágicas en su familia, que ni una telenovela podría contener. Entonces entiendo por qué tiene el dolor imprimido en su cara. Pero la cosa más asombrosa es cuando, de un modo confidencial, me dice siempre muy seria que el otro día cuando le hacían la colonoscopia, había hecho reír al doctor, “porque ¿sabes?, yo le dije: oiga bien doctor, yo a mi marido nunca le di permiso de hacerlo por atrás, siempre de frente, siempre de frente y ahora de vieja me toman por el culo... ¡pero de manos de usted!”. La verdad me quedé perpleja; en vista de que su expresión seria mientras lo decía no cambiaba, no sabía si reírme, solo logré dibujar una sonrisa en mis labios.
Cuando llegó mi turno de confidencias me sentí cohibida, ¿qué era mi anemia en comparación a todos sus males? No tengo todavía 50 años y es mi primer achaque, y dentro de mí esperaba seguir con una buena salud, pero al mismo tiempo me preguntaba si quizás también yo en un futuro tendré toda esta familiaridad con bacinicas, pañales, clister, pérdida del pudor, ¡gulp!.
Esa noche era especial como especial nuestra enfermera de turno, Katia: pequeña, morena, gordita y sonriente. Nos apapachó a cada una de nosotras, sobretodo a Irma, que es la que fastidia más en la noche. Se platicaron chistes y nos reímos todas; nos dio nuestras medicinas y a las 22:30 apagó las luces. Como una mamá amorosa, nos dio las buenas noches. No me creerán, pero esa noche dormimos serenas y en paz hasta las cuatro de la mañana cuando empezaron las llamadas de las bacinicas.
En pocos días conocí un mundo completamente diferente de aquel externo a un hospital: convivencias forzadas con otras personas hasta ahora desconocidas, cambios de horarios, el despertar, el desayuno, las comidas, la vida de los médicos, de las enfermeras, de las mujeres de la limpieza; todos dependen unos de otros para hacer funcionar en el mejor de los modos la vida del enfermo.
Como vacaciones no fue lo máximo, pero como conocimiento humano, grandioso.

Versione in italiano
Castello di Torregalli
Là dove c’erano salite, qualche scalino in più, il mio cuore batteva più forte… conoscendo il mio corpo capisco che è un piccolo segnale di qualcosa che non va. Nonostante questo, parto presto in bicicletta a farmi le analisi del sangue nel consultorio pubblico. La bici è il migliore mezzo di trasporto della città e l’unica maniera di non pagare i cari parcheggi.
Sapevo che avrei passato del tempo fra tante persone che aspettano i loro turni, alcuni pazientemente in silenzio, altri creando confusione e provocando grandi polemiche sul “cattivo servizio” dell’istituzioni pubbliche.
Di ritorno a casa all’ora di pranzo suona il telefono e cercano proprio me! Chiamano dall’ospedale di Torregalli, il mio emocromo non va, accidenti! Si segnala una forte anemia e mi pregano di recarmi al Pronto Soccorso.
Decido d’andare all’indomani dopo avere sistemato diverse cose in casa (noi donne abbiamo il vizio di lasciare almeno una pommarola in frigo per quelli che rimangono a casa).
Entro nella stanza del pronto Soccorso dove ci sono già altre tre donne anziane con grossi problemi, poi arriva una giovane incinta con dolori all’addome e una vecchia signor distinta ma con problemi di Alzheimer. Il medico un uomo piccolino, brizzolato porta delle scarpe da ginnastica rosse, sembra uno gnomo che saltella da una barella all’altra, scrive al computer, parla con me, da ordini agli infermieri, è simpatico e professionale. Si decide il mio ricovero  in ospedale per capire la causa della mia anemia e per una eventuale trasfusione. Passo al quarto piano, stanza trenta due con vista sulle colline, quella che sarà la mia “agognata vacanza” sono sei letti tutti occupati con ospiti con una età importante, settanta, ottanta, novanta anni!
Un po’ alla volta incomincio a conoscere queste donne anziane e nel frattempo iniziano le mie cure. Appena entri nella stanza a destra c’è Irma, un donnone di novanta cinque anni, sembra un grosso fantasma bianco, bianca pure la sua camicia da notte da lei ottimamente ricamata anni addietro, è lei la protagonista della nostra camera, è veramente in gamba. Il suo segreto per mantenersi così è “tanta lettura e far le parole incrociate”, c’è chi la chiama “La marescialla”. La sua parlata tipicamente toscana, molto colorita le darà qualche problema più avanti.
Poi c’è una donna piccolina Cleila, ma io la chiamo “Prugnetta” perché ha sempre l’aria corrucciata ed entra in contrasto spesso con Irma. I suoi polsi e le sue caviglie grosse scoprono una falsa magra, lei ha ottanta due anni. Il terzo letto è occupato da una donna di settantasei anni, finta bionda, bellissimi occhi celesti. Porta tanti gioielli addosso e si arrabbia quando deve levarsi tutto per andare a fare qualche esame, è molto abbronzata perché era al mare quando ha dovuto interrompere le vacanze per entrare in ospedale. Accanto a me alla mia sinistra, la prima notte c’era una bella vecchietta sofferente di demenza senile. Passava tutto il tempo a “ricamare con le mani” il lenzuolo (in giovinezza era stato il suo mestiere) e chiamava “mamma” alla figlia. Un altro ospite è una donna bonacciona con una eruzione cutanea alle gambe dovuta ad una intossicazione di medicinali che prende per le tante malattie da lei sofferte. In quattro giorni non ha mangiato niente e no si lamenta mai, ha un po’ paura dell’infermieri. Per ultimo sulla mia destra c’è una donna siciliana di ottanta quattro anni. Depressa, arrabbiata e triste. La sua capigliatura giovanile è lì ancorata bene nella sua testa, solo il colore è cambiato dal nero scuro al bianco canuto. Ha le gambe e braccia olivastre e forti. Ha una numerosa e rumorosa famiglia che la viene sempre a trovare.
Le prime due notte sono state un incubo, nessuno riesce a dormire, quasi tutte hanno bisogno di qualcosa o di qualcuno… in ogni caso, fra richieste di “padelle” e cambi di pannolini, la notte sembra trascorrere ma ad un certo punto scoppia il litigio tra Irma e le infermiere; a scatenare l’inferno è la richiesta da parte di Irma di una padella per poter “pisciare!”: l’infermiera urla in malo modo “lei è una mala educata, non si dice pisciare!” Irma risponde: “ma che mi vuoi insegnare te il fiorentino!”…
Io che ho sempre difeso la categoria degli infermieri devo spezzare una lancia a favore della Marescialla, Irma magari non ha usato un linguaggio fine ma quella notte l’infermieri non erano professionali, erano arrabbiatissimi, distratti, etc. Tanto è che all’indomani non mi hanno somministrata la flebo di ferro e così ad altri sono mancati controlli o colazione.
La terza notte è successo qualcosa di strano: dopo le venti e trenta eravamo tutte tranquille in camera, io leggevo “La chiave a stella” di Primo Levi, e sentivo un po’ le loro chiacchiere, ad un certo punto ho chiuso il libro e la sera si è trasformata in uno di quegli incontri serali da ragazze, dove insieme alle amiche e con un bicchiere di vino in mano si incomincia a raccontare storie d’amore, di delusioni, etc.
Di Irma sapevamo già tutto visto la sua esuberanza, ma piano piano tutte raccontano le loro vicende; la bionda piena d’ori racconta del marito morto e delle sue figliole. Lei è in attesa del risultato di una biopsia a un linfonodo, ma non è neanche tanto preoccupata per sé ma bensì per la figliola quarantenne e suo marito che vivono con lei: “sa io faccio tutto per loro, chi sa come sono persi senza di me in questi giorni… tipo a mia figlia piacciono i fagiolini lessi mentre al mio genero in umido, e sa io accontento a tutte e due… bla, bla, bla”.
Prugnetta (ricoverata da quindici giorni) mi sorprende perché man mano che racconta la sua vita, il suo viso si distende e quando parla del marito morto si commuove e lascia scivolare le lacrime sul viso. Ma anche lei ha il pensiero fisso per la figlia che è commerciante e non ha orari di lavoro. Fino ad ora ci ha pensato lei a tutto, e si domanda angosciata come staranno facendo per preparare il pranzo, la cena, i panni da lavare, stirare, e in più c’è il nipotino di dieci anni che va seguito. Ora dovranno svegliarlo presto e portarlo con loro in negozio. E veramente sorprendente come queste vecchie donne italiane con grossi problemi di salute siano angosciate non per sé stesse ma per i figli già persone adulte!
Ad un certo punto  si sveglia la siciliana e incomincia a raccontare in modo cupo una serie di tragedie, fra malattie e morte che neanche una telenovela può contenere e capisco perché ha il dolore stampato sul viso, ma la cosa più strabiliante è quando in modo confidenziale mi racconta sempre seriosa che lei l’altro giorno ha fatto la colonscopia e ha fatto ridere il dottore, “perché sai io gli ho detto: senta dottore io a mio marito non gli ho mai permesso di farlo di dietro, sempre d’avanti, sempre d’avanti! Ed ora che sono vecchia lo prendo per il c… proprio da lei!!!” La verità sono rimasta perplessa, visto che la sua espressione seriosa non cambiava, non sapevo si dovevo ridere, sono riuscita solo ad abbozzare un sorriso.
Quando è arrivato il mio turno per le confidenze ero quasi in imbarazzo, cosa era la mia anemia in confronto a tutte le loro? Intanto mi auguravo di arrivare ad una certa età con una discreta salute e pensavo: forse anche io in un lontano futuro avrò tutta questa dimestichezza, familiarità con padelle, clisteri, pannoloni, niente pudori, niente paure? GULP!
Quella notte era speciale come speciale era la nostra infermiera di turno, Katia. Piccola, mora, grassoccia, sorridente. Ha coccolato ognuna di noi, soprattutto a Irma che è quella che rompe di più le scatole durante la notte. Si sono scambiate barzellette e abbiamo riso tutte, ci ha dato le varie medicine e alle ventidue e trenta ha spento la luce e come una mamma amorosa ci ha dato la buona notte. Non mi crederete, ma abbiamo dormito serene e in pace fino alle quattro del mattino… poi sono iniziate le richieste di padelle!
In pochi giorni ho conosciuto un mondo completamente diverso di quello esterno all’ospedale. Convivenze forzate con altre persone fino ad allora sconosciute, cambio d’orario di sveglia, colazione, pranzo, etc. Poi la vita dei medici, degli infermieri, del personale delle pulizie. Tutti dipendono l’uno dall’altro per far funzionare al meglio la vita del malato.
Come vacanza non è stata il massimo ma come conoscenza umana, grandiosa.    
    

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