Ospedale San Giovanni di Dio, Torregalli |
Hacía ya un poco de tiempo que cuando andaba en
bicicleta por una subida me fatigaba mucho y mi corazón palpitaba más fuerte. Conociendo
mi cuerpo, me doy cuenta que es una pequeña señal de que algo no está
funcionando muy bien. No obstante esto, salí una mañana temprano en bicicleta,
ya que éste es el mejor medio de transporte en esta ciudad y el único modo de
no pagar los caros estacionamientos, para hacerme los análisis de sangre en los
consultorios públicos. Sabía que pasaría un buen rato entre tantas otras
personas que esperan su turno, algunos pacientemente en silencio, otros creando
confusión y grandes polémicas por el “mal servicio” de las instituciones
públicas.
De regreso a casa, después de la comida del medio
día, suena el teléfono y preguntan por mí. Llaman del laboratorio del Hospital
de Torregalli para sugerirme ver a mi doctor o ir a Urgencias, pues el resultado
de los análisis no es muy bueno. O sea, mi hemocromo anda muy mal y se señala
una fuerte anemia; no se explican cómo todavía no he caído desmayada. Siempre
he sufrido de anemia pero nunca a estos niveles, así que decido ir al día
siguiente a Urgencias. Antes que nada quiero dejar arregladas varias cosas en
la casa (nosotras las mujeres tenemos la costumbre de dejar hecha al menos una
salsa de tomate para la pasta en el refrigerador para la familia temiendo
siempre que mueran de hambre).
Al día siguiente me presento temprano con una
pequeña bolsa con un cambio de ropa y las cosas de higiene personal necesarias,
sospechando que me pudieran internar para hacer verificaciones de mi situación.
Entro en la sala y encuentro tres mujeres ancianas con graves problemas de
salud, una joven embarazada con fuertes dolores en el abdomen y otra señora
anciana, muy elegante, pero enferma de Alzheimer. El médico es un hombre
pequeñito, entrecano, delgado; usa tenis rojos de tela, salta como un gnomo de
una camilla a otra, escribe en la computadora las diagnosis, habla conmigo, da
órdenes a la enfermera; es muy simpático y profesional.
Decide mi hospitalización para una eventual
transfusión de sangre, pues el resultado del análisis de esta mañana es peor
que el de la de ayer, así vengo transferida al cuarto piso, cuarto 32, con
vista a las colinas florentinas con los árboles de olivos plateados y las viñas
de uva doradas; ese será mi cuarto en esta vacación obligada. Hay seis camas,
todas con huéspedes con alguna edad importante: ¡70, 80, 90 años!
Una vez instalada comienzo a conocer a mis
compañeras de cuarto y, mientras, empiezan mis estudios médicos para conocer la
causa de mi fuerte anemia.
Apenas entra uno en la recámara y a la derecha está
Irma, un mujerón de 95 años; parece un gran fantasma blanco, como blanca
también es su bata de noche bordada perfectamente con sus manos durante alguna
edad más joven. Es ella la protagonista de nuestro cuarto; es muy fuerte y dice
que su secreto para estar tan bien es ”tanta lectura y hacer crucigramas”; el
equipo médico la llama cariñosamente “La Marescialla ” (La Mariscal ); su acento al
hablar es típicamente “florentino toscano”, muy lleno de color y esto le dará
más adelante algún problemita.
Hay también una mujer pequeñita que se llama Cleila,
pero yo la llamo dentro de mí “Ciruela Pasa” porque está siempre con una aire
de enojada y con su frente ceñuda y no va de acuerdo con Irma. Es pequeña pero
tiene sus muñecas y tobillos muy gruesos, lo que hacen de ella una falsa flaca;
tiene 82 años. La tercera cama está ocupada por una mujer de unos 76 años,
rubia con bellísimos ojos azules; trae colgadas muchas joyas y se enoja mucho
cuando tiene que quitarse todo su tesoro para ir a hacerse análisis,
radiografías, etc. Está muy bronceada pues estaba en un lugar de mar cuando tuvo
que interrumpir sus verdaderas vacaciones para hospitalizarse.
A mi lado la primera noche estaba una bella viejita
con demencia senil. Pasaba todo el tiempo cosiendo, bordando imaginariamente
con sus manos la sábana de su cama; había sido esa su profesión en su vida laboral
y llamaba siempre como una dulce niña “mamá“ a su hija, quien la visitaba todos
los días. Yéndose ella llegó una mujer bonachona con una erupción en las
piernas debido a tantas medicinas que tomaba para la cura de la infinidad de
enfermedades que sufre (diabetes, hipertensión, etc.); en cuatro días no comió
nada y jamás se lamentó, como si tuviera miedo de las enfermeras. Y por último,
a mi derecha está una mujer siciliana de 84 años, deprimida, enojada, triste.
Sus fuertes cabellos están bien atados a su cabeza; solo han cambiado del color
negro pasando al blanco canoso. Tiene sus piernas y brazos fuertes; se ve que
ha trabajado olivastros en el campo. Tiene una familia numerosa que la viene a
visitar todos los días, creando una gran confusión en el cuarto: se sientan en
la cama de la enferma sin atención y apoyan bolsas y bolsones por todos lados;
típicamente una familia del sur.
Las primeras dos noches fueron una pesadilla. No
logré conciliar el sueño pues todas necesitaban algo o alguien; entre pedidos
de bacinicas y cambios de pañales era un ir y venir de enfermeras. En cierto
punto explotó un pleito entre Irma y una enfermera. Lo que desencadenó el
infierno fue el modo que Irma usó para pedir una bacinica, gritando: “¡quiero mear!”, a lo que la enfermera contestó en mal modo: “usted es una mala educada;
¡no se dice mear!”. Irma contestó en modo típicamente toscano: “a mí no me
enseñas tú el florentino”.
Yo que siempre he defendido la categoría de las
enfermeras, esta vez tengo que ponerme de la parte de Irma pues esa noche no
eran profesionales: estaban siempre enojadas y hubo problemas más o menos con
todas, y todavía temprano en la mañana, antes de la entrada del otro turno por
ejemplo, a mí no me suministraron el suero con mi hierro cotidiano.
La tercera noche pasó algo muy extraño: Después de
las 20:30 estábamos todas tranquilas, cada quien en su cama. Yo leía “La llave
a estrella “ de Primo Levi y escuchaba un poco la conversación entre ellas. En
cierto momento cierro mi libro y la noche se transforma en una de esas noches
de cuando era joven, en las que junto a las amigas y con una copa de vino en
las manos platicábamos de nuestras historias de amor, desilusiones y proyectos
futuros.
De Irma sabíamos todo gracias a su exuberancia, pero
lentamente las otras, una a la vez, empezaron a contar sus vidas: la rubia
enjoyada comenzó a hablar de su difunto marido y de sus hijas; ella está
esperando el resultado de una biopsia de un linfonodo, pero no está preocupada
por sí misma sino por su hija de 40 años y por el yerno que vive con ella.
“¿Saben?, yo les hago todo a ellos. ¡Quién sabe cómo se sentirán perdidos sin
mí en estos días! A mi hija le gustan los ejotes cocidos, mientras a mi yerno
en salsa de tomate, y yo los contento a los dos... Pobrecitos, ahora ¡cómo le
harán!”.
Ciruela Pasa, descubro, tiene 15 días en el hospital
y me sorprende, porque así como va platicando de su vida, su cara se relaja y
se hace más dulce. Cuando habla del marido, también muerto, se conmueve y deja
resbalar lágrimas silenciosas por su rostro. Pero también ella está preocupada
por la hija, que es una comerciante y tiene horarios muy difíciles. En
consecuencia ha sido siempre ella quien organiza las cosas en la casa: cocinar,
lavar, planchar y cuidar el nieto, sobre todo durante las largas vacaciones del
verano. Y se pregunta con ansia: “¿Cómo estarán haciéndole con el nieto de 10
años? ¿Lo tendrán que despertar temprano y llevárselo con ellos al negocio?”.
Es realmente sorprendente cómo estas viejas señoras
italianas, a quienes les ha tocado la guerra y tantas miserias, están
preocupadas por los hijos, todos adultos, ¡y para nada de sus problemas de
salud!.
De pronto se despierta la siciliana y comienza a
platicar en una manera muy funesta e intensa una serie de tragedias, entre
enfermedades y muertes trágicas en su familia, que ni una telenovela podría
contener. Entonces entiendo por qué tiene el dolor imprimido en su cara. Pero
la cosa más asombrosa es cuando, de un modo confidencial, me dice siempre muy
seria que el otro día cuando le hacían la colonoscopia, había hecho reír al
doctor, “porque ¿sabes?, yo le dije: oiga bien doctor, yo a mi marido nunca le
di permiso de hacerlo por atrás, siempre de frente, siempre de frente y ahora de
vieja me toman por el culo... ¡pero de manos de usted!”. La verdad me quedé
perpleja; en vista de que su expresión seria mientras lo decía no cambiaba, no
sabía si reírme, solo logré dibujar una sonrisa en mis labios.
Cuando llegó mi turno de confidencias me sentí
cohibida, ¿qué era mi anemia en comparación a todos sus males? No tengo todavía
50 años y es mi primer achaque, y dentro de mí esperaba seguir con una buena
salud, pero al mismo tiempo me preguntaba si quizás también yo en un futuro
tendré toda esta familiaridad con bacinicas, pañales, clister, pérdida del
pudor, ¡gulp!.
Esa noche era especial como especial nuestra
enfermera de turno, Katia: pequeña, morena, gordita y sonriente. Nos apapachó a
cada una de nosotras, sobretodo a Irma, que es la que fastidia más en la noche.
Se platicaron chistes y nos reímos todas; nos dio nuestras medicinas y a las
22:30 apagó las luces. Como una mamá amorosa, nos dio las buenas noches. No me
creerán, pero esa noche dormimos serenas y en paz hasta las cuatro de la mañana
cuando empezaron las llamadas de las bacinicas.
En pocos días conocí un mundo completamente
diferente de aquel externo a un hospital: convivencias forzadas con otras
personas hasta ahora desconocidas, cambios de horarios, el despertar, el
desayuno, las comidas, la vida de los médicos, de las enfermeras, de las
mujeres de la limpieza; todos dependen unos de otros para hacer funcionar en el
mejor de los modos la vida del enfermo.
Como vacaciones no fue lo máximo, pero como
conocimiento humano, grandioso.
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