El ocho de febrero pasado se cumplieron veinte años de que mi querido cuñado
Goyo se fue. Mi hermana Lauris lo recordó narrando algunas anécdotas muy
simpáticas sobre su vida matrimonial. Recuerdos divertidos, pero llenos de
melancolía.
Pensando en el, he decidido escribir también algunas líneas sobre esas
anécdotas que se han quedado en mi corazón. Son muchos los recuerdos, pero he
escogido escribir solo sobre aquellos que conciernen a los tiempos en que yo
iniciaba mi aventura italiana. Para hacer esto tengo que plantear una premisa
un poquito larga: el primer viaje de mi marido en México.
En los primeros años ochenta conocí Roberto en Florencia. Después de un año
de mi regreso a México, el vino a visitarme. Mi papá, que no quería que Roberto
tuviera un shock visitando primero mi ciudad, el Mante, le organizó un
recibimiento del mejor modo.
Lo primero que hice fue ir a la
Ciudad de México junto a mi hermana Natalia a recibir a
Roberto. Nos alojamos en uno de los mejores hoteles del centro histórico, de
manera que le permitiéramos conocer cómodamente la ciudad. Todo estaba yendo de
maravilla y Roberto estaba muy admirado de la grande y bella Ciudad de México.
El tercer día salimos a comer a un restaurante y, si bien Roberto vestía muy
bien y con un gusto deliciosamente italiano, lo obligaron a ponerse un saco.
Esto lo hizo torcer la nariz. Después de comer, de regreso al hotel, Natalia se
puso a llorar desconsoladamente porque extrañaba a sus hijos y su esposo Pargo.
Roberto se quedó sorprendido, habían pasado solo tres días de la ausencia
familiar de Natalia. Como sea no dijo nada, pero nunca lo ha olvidado.
Al día siguiente llegamos a Tampico y fuimos con mi mamá a casa de mi tía
Nena, donde nos esperaba mi papá para de ahí salir al Mante. Amigos míos,
recordemos que Roberto estaba por conocer por primera vez a mi papá. La escena
es la siguiente: Mi papá recostado en una cama con una pierna en el aire,
sufriendo de un intenso y doloroso calambre. Mi tío Carlos, que trataba de ayudarlo
pero hacía todo lo contrario, la tía Nena y mamá Chayo sentadas alrededor en un
sillón.
Después de una breve presentación de Roberto, vista la gravedad de la
situación, el me pregunta si puede ayudar a papá porque cree que el tío Carlos
estaba empeorando todo. Mi papá acepta esperanzado en que Roberto lo ayude. El,
antes que otra cosa, le levanta la pierna y, tomándolo del pie, lo jala de la
manera justa y, como por milagro, el terrible calambre desaparece. Todos
aclamaron con alegría la gran empresa de Roberto y en ese momento fue aceptado
con afecto en la familia.
En Mante nos esperaba el resto de la familia. Entre Roberto y Goyo fue
inmediata una simpatía recíproca. Goyo decía que el tono bajo de voz de Roberto
era como el de Don Corleone, de la película El Padrino, y se divertía tomándole
el pelo afablemente. Lo llamaba también bambino,
aunque eran de la misma edad.
Después de unos diez días transcurridos en Mante, mi papá nos organizó un
viaje a Querétaro y Guanajuato en coche junto con Goyo y Lauris. Durante el
viaje nos pasó de todo.
En Querétaro dejamos el coche estacionado donde estaba prohibido, porque a
Goyo le daba flojera caminar. Roberto, muy conservador y diciplinado, le pedía
a Goyo mover el coche, porque era mejor dejarlo lejos y caminar al centro en
vez de arriesgarse a una multa. Goyo, riéndose, le decía “no pasa nada”, mientras Lauris me cerraba un ojo como
diciéndome también ella “no pasa nada”.
¡Eran de verdad cómplices!
En fin, después de un largo paseo y una abundante comida regresamos al
coche y ¡oh sorpresa! Nos habían quitado las placas (entonces en México se
usaba así), de manera que uno estaba obligado a recogerlas y pagar la multa. Goyo
reía y decía de nuevo “no pasa nada”.
Una vez recuperadas las placas nos fuimos rumbo a Guanajuato y Goyo no se quiso
parar a ponerle gasolina al coche, pues decía que tenía suficiente en el
tanque.
Apenas habíamos recorido unos 50 kilómetros, el coche empezó a sollozar. De
milagro encontramos un ranchito donde los campesinos tenían un tanque lleno de
gasolina. Roberto estaba encantado de ver un montón de marranitos negros que
paseaban con la mamá en los alrededores; acostumbrado solo a los grande
marranos rosas europeos, estos se le hacían curiosos y bonitos.
El campesino, nada estúpido, le dio a Goyo una manguera para ponerle la
gasolina al coche. A su vez Goyo se la dio a Roberto diciéndole: “tu sabes mas
de esto, visto que trabajas en la
FIAT , ¿no?”. “Pero yo me ocupo de finanzas”, contestó
Roberto. Goyo le respondió: “ándale, no pasa nada”. En consecuencia, Roberto
succionó con la boca el horrible carburante y escupió todo sin lograr insertar
la manguera en el tanque del coche. Al final Goyo tuvo que hacer esta operación
y entonces Roberto, riéndose, le decía: “no pasa nada”.
Goyo y mi hermana eran como Bonnie y Clyde, divertidos pero no malos,
espléndidos y generosos. Recuerdo que mientras Goyo manejaba, decía a Roberto
que el dinero era como las uñas: las cortas y crecen de nuevo. Pueden imaginar
la cara de Roberto, un europeo que llevaba una vida, por decir lo menos, de
austeridad espartana.
El viaje estubo bellísimo, con mil aventuras. Roberto regresó a Italia
maravillado de México y de mi familia. Enseguida se celebró el mundial de futbol
de 1982. En mi casa, en la final entre Italia y Brasil, solo Goyo le iba a los Azzurri, mientras mi hermana Marcela se
enamoró del jugador Claudio Gentile. El resto eran aficionados de Brasil.
Pocos meses después Roberto regresó a México a casarse conmigo. Desde
entonces, cada vez que íbamos a México con nuestros hijos Filippo y Laura, Goyo
estaba siempre ahí esperandonos. Decía: “llegan los Azzurri”. En la mañana temprano venía a casa de mis padres a tomar
el café con nosotros, después se llevaba al bambino
Roberto, Filippo y Laura a dar la vuelta, o a su oficina. Ahí los niños jugaban
con la computadora que entonces parecía una caja enorme. Ellos lo adoraban. Incluso
un tiempo Goyo tuvo un pequeño restaurante de comida para llevar; le pusó como
nombre Filippo’s. Roberto y Goyo
pasaban mucho tiempo platicando; abrieron y cerraron cientos de negocios,
negocios que quedaban siempre en sueños. Planeaba viajes a España para conocer
a sus parientes y en Italia para venir a nuestra casa. Desgraciadamente fueron
solo bellos sueños.
Cuando murió mi papá, Goyo me escribió una larga y sentida carta. Tenía una
hermosa caligrafía. Desde ese momento, el tomó en mi corazón el lugar de mi
padre.
Lamentablemente, pocos años después, murió también el. Espero solo que en el cielo se hayan hecho compañía durante todos estos años y que nos vean con ojos clementes si algunas veces reñimos entre nosotros.
Lamentablemente, pocos años después, murió también el. Espero solo que en el cielo se hayan hecho compañía durante todos estos años y que nos vean con ojos clementes si algunas veces reñimos entre nosotros.
Nosotros, los Azzurri, recordamos
a Goyo siempre con infinito amor y nos decimos: “no pasa nada”.
Adriana
Versione in italiano
Lo scorso otto febbraio sono
trascorsi venti anni da quando il mio caro cognato Goyo se n'è andato. Mia
sorella Lauris lo ha ricordato raccontando alcuni simpatici aneddoti riguardo
la loro vita matrimoniale. Ricordi divertenti ma pieni di malinconia.
Pensando a lui ho deciso di
scrivere anch'io due righe su quegli aneddoti che sono rimasti nel mio cuore.
Sono tanti i ricordi ma ho scelto di scrivere solo degli ultimi tempi, quando
io iniziavo la mia avventura italiana. Per far questo devo fare una premessa un
pochino lunga: il primo viaggio di mio marito in Messico.
Nei primi anni ottanta ho
conosciuto Roberto a Firenze, dopo un anno dal mio ritorno in Messico lui è
venuto a trovarmi. Mio padre che non voleva che avesse uno shock venendo per la
prima volta nel mio paese -il Mante- organizzò nel miglior modo tutto il
soggiorno di Roberto.
Per prima cosa sono andata a
Città del Messico insieme a mia sorella Natalia a ricevere Roberto. Abbiamo
alloggiato in uno dei migliori alberghi nel centro storico in modo da fargli
conoscere comodamente la città. Tutto stava andando bene e Roberto era molto
ammirato dalla grande e bella Città del Messico.
Il terzo giorno siamo andati
a pranzo in un elegante ristorante e benché Roberto fosse vestito molto bene e
con gusto decisamente italiano, lo obbligarono a mettersi una giacca. Questa
cosa gli fece storcere il naso. Dopo aver mangiato, facendo ritorno
all'albergo, Natalia si mise a piangere sconsolata perché le mancavano i suoi
bambini e suo marito Pargo. Roberto restò un po’ sconcertato: erano passati
appena tre giorni dall’allontanamento famigliare di Natalia. Comunque non disse
niente ma non lo ha mai dimenticato.
Il giorno dopo arrivammo a
Tampico e andammo insieme alla mamma a casa della zia Nena dove ci aspettava il
mio babbo per poi ripartire per il Mante. Amici miei ricordiamoci che Roberto
stava per conoscere per la prima volta mio padre, la scena è la seguente: mio
padre sdraiato su un letto con la gamba all’aria, soffriva di un intenso crampo,
lo zio Carlos cercava di aiutarlo ma
facendo tutto al contrario, la zia Nena, Mamma Chayo (la nonna) erano sedute in
poltrona. Dopo una breve presentazione di Roberto, vista la gravità della
situazione, lui mi chiese se poteva aiutare il babbo perché lo zio Carlos stava
peggiorando tutto. Mio padre accettò speranzoso
che Roberto lo aiutasse. Lui gli alzò per primo la gamba e poi gli tirò
il piede nel verso giusto e, come per magia, il terribile crampo sparì. Tutti acclamarono con gioia l’impresa di Roberto e
da quel momento fu ben accetto in famiglia.
In Mante ci aspettava il
resto della famiglia. Fra Roberto e Goyo fu subito simpatia reciproca. Goyo
disse che Roberto aveva il tono basso di voce di Don Corleone del film Il
Padrino e lo prendeva bonariamente in giro. Lo chiamava “bambino” anche se
avevano la stessa età. Dopo una decina di giorni trascorsi lì, mio babbo ci
organizzò un viaggio in macchina insieme
a Goyo e Lauris. Durante il viaggio a Guanajuato e Querétaro ci successe di
tutto.
A Querétaro si lasciò la
macchina parcheggiata dove c’era un divieto di sosta perché a Goyo faceva
fatica camminare. Roberto, molto conservatore e disciplinato, chiedeva a Goyo
di spostarla, che era meglio lasciarla lontana e camminare verso il centro
piuttosto che beccarsi una multa. Goyo rideva e gli diceva con aria
sorniona “No pasa nada”, Lauris chiudeva un occhio come per dire anche lei “No pasa nada”. Erano proprio complici!
Insomma dopo un lauto pranzo
facciamo ritorno alla macchina e oh sorpresa ci avevano levato le targhe
(allora in Messico si usava così) in modo che uno era costretto ad andare dai
vigili a pagare la multa per averle indietro.
Goyo disse di nuovo “No pasa nada” - e se la rideva. Una
volta recuperate le targhe siamo andati verso Guanajuato e Goyo non si è voluto
fermare a far benzina perché diceva che sarebbe bastata quella che avevamo nel
serbatoio.
A mala pena avevamo fatto una
cinquantina di chilometri che la macchina iniziò a singhiozzare, per miracolo
trovammo una fattoria dove i contadini avevano una botte piena di benzina.
Roberto rimase incantato nel
vedere un sacco di maialini piccini tutti neri che gironzolavano intorno
insieme alla mamma: abituato ai grossi maiali rosa italiani, questi gli
sembravano curiosi e belli.
Il contadino per niente
stupido diede a Goyo un pezzo di tubo di plastica per mettere la benzina in
macchina, a sua volta Goyo la diede a Roberto dicendogli: “Tu te ne intendi,
visto che lavori alla FIAT, no?”
“Ma, insomma io mi occupo dei
finanziamenti”, rispose Roberto. Goyo gli disse “Fai te, no pasa nada”. Di conseguenza Roberto succhiò dal tubo per tirare
su il liquido e poter poi inserire la benzina dentro il serbatoio, sputando poi
quel cattivo carburante che aveva tenuto per pochi secondi in bocca, ma non ci
riuscì. Alla fine ci pensò Goyo. Allora Roberto ridendo diceva: “No pasa nada”.
Lui e mia sorella erano come
Bonnie e Clyde, divertenti ma non cattivi. Splendidi e generosi. Ricordo che
mentre Goyo guidava diceva a Roberto che i soldi erano come le unghie, si
tagliano ma ricrescono. Potete immaginare la faccia di Roberto, un europeo
austero che faceva vita a dir poco spartana.
Insomma il viaggio è stato
bellissimo con tutte quelle avventure. Roberto alla fine del viaggio tornò in
Italia meravigliato del Messico e della mia famiglia.
Subito dopo arrivò il
mondiale di futbol del 1982. A casa mia per la finale fra Italia e Brasil solo
Goyo tifava per gli Azzurri e mia
sorella Marcela si innamorò del calciatore Claudio Gentile. Il resto della
famiglia tifava per il Brasile.
Pochi mesi dopo Roberto era di nuovo in Messico per sposarmi.
Da allora, ogni volta che
andavamo in Messico con i nostri figli Filippo e Laura, Goyo era sempre lì ad
aspettarci. Diceva: “Arrivano gli Azzurri”. La mattina presto veniva a casa dei
miei genitori a prendere il caffè con noi poi portava il bambino Roberto e
Filippo e Laura in giro, o nel suo ufficio. Lì
loro giocavano con il computer che allora sembrava una grossa scatola.
Loro lo adoravano.
Quando Goyo aprì un piccolo
ristorante di cibo da asporto, gli mise nome “Filippo’s”. Roberto e Goyo
passavano molto tempo a chiacchierare e
aprirono e chiusero centinaia di negozi, di affari che restavano
progetti nei loro sogni. Pianificava anche viaggi in Spagna per andare a
trovare i suoi parenti e in Italia da noi. Purtroppo sono rimasti solo quello:
dei bei sogni.
Quando morì mio padre, Goyo
mi scrisse una lunga e sentita lettera, aveva una bella calligrafia. Da quel
momento lui prese nel mio cuore il suo posto. Purtroppo non è rimasto in vita
per lungo tempo nemmeno lui. Spero soltanto che in cielo si siano fatti
compagnia durante tutti questi anni e che ci guardino con occhi clementi se
qualche volta ci accapigliamo fra di noi.
Noi, gli Azzurri ricordiamo
Goyo sempre con infinito amore e diciamo:“no
pasa nada”.
Adriana
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